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El fin de la ilusión

por Héctor Daniel Massuh para LA NACION

MARTES 04 DE JUNIO DE 2002

Las apreciaciones del ministro de Economía, Roberto Lavagna, acerca de la enfermedad terminal que, según dijo, sufría la convertibilidad desde 1994 invitan a la autocrítica y a la reflexión sobre lo que se hizo en la última década.

Según Lavagna, a mitad de los años 90 dejaron de cumplirse los tres supuestos básicos que requería la convertibilidad para ser exitosa y, por lo tanto, debió abandonarse. Esas premisas eran -señaló- que no aumentara el gasto público (el que se triplicó), que las monedas del resto del mundo se mantuvieran estables (en 1994 comenzaron las devaluaciones de Europa y luego sucedieron las del Sudeste asiático, Rusia y Brasil) y que las negociaciones de la ronda Uruguay culminaran en la liberación del comercio internacional, lo que no sucedió.

Costos internos

Desentrañar la certidumbre de esas razones no importa demasiado en este momento. Pero algo sí está claro y, a mi juicio, fuera de toda discusión: la convertibilidad murió mucho antes del 6 de enero de 2002, cuando el Congreso de la Nación extendió su certificado de defunción. Así como el default de la deuda externa ocurrió bastante antes de que fuera declarado formalmente en el Congreso en un clima de injustificable algarabía.

La pregunta relevante es: ¿por qué los argentinos no advertimos a tiempo lo que todo el mundo fuera de la Argentina ya había visto? ¿Cómo no percibimos con anticipación el agotamiento de la convertibilidad? Y, más aún, ¿por qué muchos creen hoy, equivocadamente, que la devaluación fue una decisión voluntaria de un presidente urgido por recuperar la vitalidad de una economía postrada?

Aquella saga de una muerte anunciada, verdadero drama nacional, amerita una primera conclusión que nos comprende a todos: los argentinos padecemos una tendencia irresistible a la ilusión, a negar la realidad, a maquillarla o camuflarla. Y la ejercemos con la misma elocuencia con la que luego nos rectificamos, tarde, mirando a los costados para divisar culpas desde luego ajenas.

Es lo que sucedió, salvando las distancias y las particularidades, con el drama de los desaparecidos o la aventura trágica de las Malvinas. También en esos casos, la negación o el triunfalismo se impusieron, en su momento, por sobre las voces de alarma o los llamados a la racionalidad que provenían de extramuros. Hoy, sin embargo, al parecer ninguno miró para otro lado y nadie fue protagonista del exitismo bélico.

Una vez más, en esta última década, los argentinos persistimos en ignorar la realidad y todas las señales que ésta enviaba, y nos involucramos sin resistencia en una nueva marea de ilusión. Poco importó que la economía llevara meses y años de depresión; que la pobreza se precipitara aluvionalmente sobre toda la Nación; que se multiplicaran los cierres de empresas en un contexto de quebrantos generalizados; que la caída de depósitos y reservas fuera sólo comparable a la ocurrida en Estados Unidos en la Gran Depresión; que hubiera que refinanciar toda la deuda externa a la astronómica tasa del 15 por ciento, en un intento desesperado por comprar tiempo a la espera de un milagro, o que hubiera que impedir, con el corralito, el retiro de efectivo del sistema financiero para evitar una mayor caída de las ya reducidas reservas internacionales.

Es frecuente oír decir a muchos de nuestros economistas que se devaluó sin plan. Un plan era obviamente indispensable, pero ¿cómo podía haberlo si la gran mayoría de ellos, encargados naturales de su elaboración, miraban para otro lado cuando se acumulaban las evidencias de la crisis? Sólo la ilusión explica esa gigantesca deserción intelectual. Fue lo que impidió que toda la clase dirigente argentina, incluidos nosotros, los empresarios, genera las alternativas prácticas para enfrentar la crisis que, como hemos visto, aparecía desde hacía tiempo como inevitable.

A mi entender, el misterio argentino que asombra al mundo, aquel que nos ha llevado a ser un país pobre en la abundancia, sólo podrá develarse admitiendo la realidad tal cual es, para luego actuar en consecuencia. Habrá que dejar atrás los clichés, eslóganes y, sobre todo, los eufemismos para esquivar la verdad, tan habituales en nuestra fraseología política y económica desde hace varias décadas: “rentabilidad negativa” ( sic) por “pérdidas económicas”, decíamos por ejemplo, con fraudulenta elegancia, en la época de Martínez de Hoz. O en estos últimos tiempos, cuando cuestionábamos los efectos adversos de la convertibilidad con una académica “distorsión de los precios relativos”, para rebautizar clandestinamente al gigantesco retraso cambiario.

El realismo crítico y el abandono de las ortodoxias de trinchera aparecen, en mi opinión, como el camino superador de los extremos que han dogmatizado y por tanto esterilizado lo que debería ser una fructífera polémica de ideas. La evaluación de la realidad es siempre compleja, llena de matices y contradicciones que sugieren dejar de lado las tentaciones maniqueas. Este procedimiento genera conclusiones que son a menudo simples y prácticas. Al revés, cuando la evaluación es superficial, las conclusiones se evaporan en la confusión y la contradicción.

Asumir la realidad

Es también falsa la ilusión de que con una idea simple, con un eslogan, con una proclama demagógica, o con tres o cuatro ideas de aparente rigor técnico se comprenderá mágicamente la naturaleza de nuestros problemas. Los argentinos siempre coqueteamos frívolamente con la ilusión, y eso ha sido en muchos casos el origen de nuestras desventuras como Nación. Asumir la realidad tal como es requiere siempre humildad, esfuerzo y profundidad de análisis. Exige además no resignarse dócilmente a la simplificación y el facilismo, accesibles a todos los públicos, y que puedan difundirse mediáticamente como quien comercializa un producto de consumo masivo. Impone siempre desconfiar de quien proponga categóricamente y sin dudar la solución de situciones siempre complejas. Son frecuentes los superficiales y sabelotodos que irrumpen cotidianamente en cuanto medio existe, en verdaderos tours explicativos, argumentando sobre todos los temas con la seguridad que sólo tienen los ignorantes.

La ilusión, hasta ahora, nos trajo estancamiento y pobreza. Sin embargo es posible que fomente en el exterior una intención que aún no hemos previsto claramente pero que debe preocuparnos. En algunas publicaciones europeas ya se habla de “ineptología” argentina. Con ese neologismo se procura tipificar la incapacidad de una nación para autogobernarse. Por otro lado, economistas como Rudi Dornbush proponen, lisa y llanamente, ubicar en ciertas áreas estratégicas de gestión a técnicos designados por organismos internacionales.

¿No será que el irrealismo argentino resultó ser el mejor alimento de un realismo foráneo, que calcula beneficiarse con la debilidad de un poder incapaz de ejercer la soberanía sobre su propia tierra?

¿Veremos los argentinos con pasividad que la idea de “nuevos protectorados” se reinstale subrepticiamente en la comunidad internacional a costa nuestra?

El autor es presidente de la Unión Industrial Argentina.

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