Por Héctor Daniel Massuh Para LA NACION
VIERNES 15 DE NOVIEMBRE DE 2002
Más de un siglo y medio atrás, el padre de nuestra Constitución nos advertía en sus escritos que la civilización no era el gas, la electricidad, las rentas de aduana o la fertilidad de las tierras. Para Juan Bautista Alberdi, no era “otra cosa que la seguridad de la vida, de las personas, del honor y de los bienes”. En otras palabras, la vigencia plena de las instituciones.
“Es la economía, estúpido”, fue la frase adjudicada a Bill Clinton en su primera campaña presidencial. Pero para Alberdi no era la economía, ni la política. Eran las instituciones. Por eso puso todo su empeño en la elaboración de las Bases que darían fundamento a la Constitución de 1853, la que permitió una larga etapa de prosperidad para la naciente República Argentina.
De haber vivido, seguramente Alberdi hubiera advertido también sobre la negativa tendencia a los falsos atajos, a los espejismos y a la ilusión de soluciones mágicas, que desde hace tiempo se ha instalado entre los argentinos, particularmente en el campo económico. Hubiera alertado sobre nuestra incapacidad para consolidar verdaderas instituciones fiscales y monetarias que permitieran el desarrollo económico y mantuvieran presupuestos equilibrados con el fin de evitar largos períodos de inflación. Fue esa incapacidad, precisamente, la que permitió que surgieran instituciones falsas, de corta vida, entre las que citaré sólo algunas.
Las falsas instituciones
En los años 90, la receta de la convertibilidad eterna, como una institución inamovible y no como instrumento circunstancial, se transformó en certeza indiscutible. Se pensó que atando el peso al dólar y renunciando a tener política monetaria y cambiaria todas las variables económicas se acomodarían por sí solas. Sucedió todo lo contrario. En el campo financiero, por otra parte, se adoptó un sistema bimonetario, que permitía depositar en pesos que luego se denominaban en dólares y con efecto multiplicador se volvían a prestar en dólares que, en realidad, no existían. Un gran engaño.
Las consecuencias aparecieron con todo dramatismo. La pobreza se precipitó aluvionalmente sobre toda la Nación, se multiplicaron los cierres de empresas, se destruyeron las economías regionales, cayeron abruptamente reservas y depósitos, y los niveles de desempleo fueron sólo comparables a los de la Gran Depresión. Se impidió luego el retiro en efectivo del sistema bancario y se declararon indisponibles los depósitos. La Argentina, por segunda vez en la década, dejó de pagar su deuda externa e interna. Este estado de cosas requiere medidas de emergencia, algunas de las cuales ya fueron adoptadas y otras deberán definirse con urgencia.
Pero aquellas pretendidas instituciones económicas resultaron efímeras. Nacieron impregnadas de su propia destrucción y el fatal incumplimiento de la norma estaba implícito en el momento mismo de su sanción. Al respecto, Alberdi distinguía las instituciones verdaderas de las falsas o injustas, aunque fueran de distinto rango. No toda ley, decía, es correcta en sí misma y los legisladores, al elaborarla, pueden equivocarse, ir contra el sentido común o incluso violar el derecho.
Siempre estremece esta propensión a inventar soluciones mágicas, a menudo quirúrgicas, o a imaginar que con un golpe de mano se pueden resolver sin pensar todos los problemas. Tiene razón Nicolas Shumway, el prestigioso historiador norteamericano autor de La invención de la Argentina , cuando afirma que la economía argentina es “la más sujeta a experimentos y manipulaciones en el mundo, con resultados desastrosos”. Y al concluir: “Cualquiera que sea el viento que sople en doctrina económica, desde Londres, Chicago o París, encuentra en la Argentina un inmediato y bien dispuesto laboratorio de experimentación”. Un juicio muy duro, pero merecido.
Nuestro país debe, pues, recuperar la sensatez y adaptarse, sí, a la experiencia consolidada. Al parecer, el misterio argentino que asombra al mundo, aquel que nos ha llevado a ser un país pobre en la abundancia, sólo podrá develarse admitiendo la realidad tal cual es, para así poder cambiarla. Porque su evaluación es siempre compleja, llena de matices y contradicciones, que sugieren dejar de lado las tentaciones maniqueas.
En mi opinión, y me hago cargo, la dirigencia argentina debe plantearse una profunda y seria autocrítica. No sólo la dirigencia política, hoy en el centro de todos los cuestionamientos, sino también la empresarial, la sindical, la social y los medios de comunicación. Porque lo cierto es que todavía no hemos encontrado un proyecto de nación para defenderlo como el contrato fundacional que permita fijar las reglas de juego y objetivos comunes de la sociedad. Que aglutine a todos los argentinos en una gran empresa histórica y sea capaz de infundir el entusiasmo necesario para revertir con determinación décadas de atraso y decadencia.
El progreso es en buena medida un sentido de la acción práctica, un estado de conciencia colectivo en el que subyace la convicción de que es algo posible, cierto, inmediato. Supone desarrollo material, mayor disponibilidad de bienes y servicios, confort, acceso abierto y generalizado a la educación y la salud. En consecuencia, que el esfuerzo cotidiano será compensado con un mejor nivel de vida. Es también la vigencia de los valores permanentes: la seguridad, la justicia, el respeto de los derechos recíprocos. Es la renovada esperanza de que cada día por venir será mejor que el anterior.
Certezas y fracasos
El renacimiento de la República tiene que ver así con la superación de la vieja República, con instituciones modernas que revitalicen el sistema democrático y aborden los graves problemas que, recurrentemente, amenazan con hundir a la Argentina en la ruina política y económica, la desintegración territorial y el desquicio institucional.
¿No será que en el plano institucional está el verdadero desafío que tiene hoy la Argentina para superar años de estancamiento e inaugurar un nuevo siglo de prosperidad como el que impulsó aquella Constitución inspirada en las Bases de Alberdi? Pensemos, busquemos las formas más viables, adecuadas y oportunas. No pongamos al país en la falsa disyuntiva del paciente que necesita una operación de urgencia para salvar su vida y, a la vez, no confía en el cirujano y por ello se deja morir sin remedio.
Pensemos en ser parte de la solución y no del problema. Admitamos que con tantas recetas efímeras, la Argentina se ha convertido en una vasta región de certezas inútiles y fracasos garantizados. Y ciertamente ha sido nuestra responsabilidad lo que pasó, pero también lo que vendrá. La inclinación a la búsqueda de atajos, a la falsa ilusión, es también una tendencia a la pereza y a la deserción intelectual. Porque cuando se decide ir por un camino aparentemente corto, o fácil y predeterminado, es porque se ha dejado de pensar y, peor aún, se ha perdido la voluntad para la acción transformadora.
El autor es presidente de la Unión Industrial Argentina.
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